NADA NUEVO BAJO EL SOL
Para Borda, entrevistado exclusivamente en La Nación para una nota de tapa, dada su investidura, todo había sido inclusive más sencillo: la gente venía bajando, uno tropezó y lo que vino después fue igualito a “una partida de bolos”. Traducido al glíptico futbolero, tal cual, una y otra gota de agua con lo sucedido el domingo 2 de julio de 1944, en otra puerta que las crónicas de la época no individualizan con precisión, pero también por donde bajó la popular visitante, en este caso la de San Lorenzo de Almagro, indignados por un arbitraje descaradamente bombero, y con el saldo si se quiere magro de nada más que 9 muertos. Si en aquel entonces se había conseguido invisibilizar sin ningún problema el papel jugado por la que todavía era La Mejor del Mundo, a garrotazo limpio, ¿qué podía haber variado para no poder repetir la performance?
Dada la época que corría, los esfuerzos por invisibilizar y atenuar causas y efectos de la Puerta 12 no fueron muchos. Tampoco fueron pocos. Nada más que los de uso más común y corriente. Por lo pronto, el matutino de los Mitre se subió desde el primer momento a un total 72 víctimas, guarismo del cual nunca se retractó ni dio razones. Menos que menos intentar por lo menos delinear un croquis del mapa social donde había sucedido el hecho. Las barras bravas, institucionalizadas y profesionalizadas, ya estaban por cumplir su primera década de vigencia y de ser parte esencial de Fútbol Espectáculo SA sin que nadie tuviera a bien darse por lo menos por enterado, a pesar que la administración de justicia, exactamente un año antes, hubiera metido la mano hasta el codo en lo maloliente del asunto, incorporado a lo sentado en autos, establecido para siempre su composición y fines, establecido que era una “manifestación social de delincuencia organizada” y que ya tenían todo pago hasta para cumplir su cometido en partidos que se jugaban en el exterior. Con los cadáveres todavía tibios, alineados en la pista de atletismo, las luces para partidos nocturnos a medio encender y allá arriba, en la segunda bandeja para visitantes, la llamada tribuna Centenario, donde había comenzado buena parte del drama, grupitos de deudos, de ciudadanos acongojados o aborchonados o simplemente curiosos, el escribano William Kent, por entonces sucesor en la presidente de River Plate del legendario Antonio Vespucio Liberti, factótum de la emblemática mole de cemento con dinerillos del Estado en los ‘30, recorría hospitales blandiendo copias del escrito tipo a firmar para desistir de toda acción legal contra el club a cambio de todos los gastos pagos que demandara la recuperación total del más o menos un centenar de víctimas de toda consideración, sobre todo lesionados leves que quedaron en observación por las dudas, todos también hinchas de Boca, al igual que las víctimas fatales.
Si el deporte es la continuación de la política por otros medios y con pantaloncitos cortos, o viceversa, pero de traje, lo que siguió a aquel atardecer gris y frío fue el tercer tiempo de un superclásico que todavía era el clásico de los clásicos y cuyo insípido tanteador final (0 a 0) había dejado el conflicto básico sin dirimir por lo menos hasta que los equipos salieran a la cancha a jugar el próximo.
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