27.6.05

LA LUCHA DE CLASES NO EXISTE

Por aquellos años, con la troika Armando-Liberti-Suárez a la cabeza, en plena Guerra Fría, dado los auspiciosos resultados que desde el primer momento se logró con la aplicación del modelo de la Sociedad de Mercado en el microcosmos futbolero, como respuesta a la ofensiva ideológica marxista, sobre todo muy palpable en los jóvenes universitarios de toda Latinoamérica, se meneaba a nuestras canchas como el ejemplo más a mano y fácilmente constatable del dislate echado a correr por dos judíos alemanes con el Manifiesto Comunista. Y aunque parezca una contradicción o una paradoja, efectivamente es así, aunque no tan así como pretende simplificarse y jibarizar. Pruebas al canto, dentro del variado espectro de las víctimas mortales que dejó a la vista la Puerta 12 como resultados, los dos extremos de la pirámide social surgen casi con estereotipos en estado químicamente puro. Guido Rodolfo von Bernard, de 20 años, vivía en uno de los parisinos edificios de departamentos de la barranca de Juncal que termina en Retiro. Su cuerpo fue retirado temprano del patio de la comisaría 51ª por su padre, gracias a la intermediación del amigo personal que llevaba como compañía, el capitán de navío (RA) Francisco Manrique, (a) Paco, quien cuando la cabeza que sea echada a rodar dos años después con el segundo Cordobazo sea la del mismísimo Juan Carlos Onganía y asuma el otro caudillo natural del Ejército, Agustín Alejandro Lanusse, será su ministro de Bienestar Social y por fin evacuará a una larga aspiración de la dirigencia futbolera como fue el PRODE, los resultados hechos timba y la Gran Ilusión añadida a la otra Ilusión primaria, como fueron los primeros pozos multimillonarios. Se trataba de un hijo de clase dirigente y pudiente. Una víctima así, por más democráticos que fueran su ethos futbolero y sus aficiones por lo aceptado como la quintaesencia de lo popular, jamás podía pasar por un trámite a todas luces vejatorio y ultrajante como la autopsia. Para eso estaban los pobres. Y había cantidades.

Muy sorpresivamente, con el marco de un estudio de abogado muy paquete, con esta edición ya lista para ser puesta en línea, al cumplirse el 23 de junio un nuevo aniversario, totalmente descolgado de todo, parangonando con la tragedia de República Cromagnon del 30 de diciembre del 2004, irrumpió frente a cámaras, rompiendo casi cuatro décadas de silencio, una atildada y buena moza hermana de la víctima. Recordó que acababa de recibirse de ingeniero, que nunca se aclaró nada, que no hubo causa y que se archivó, terminando con un llamado a todas las familiares de las víctimas de la violencia colectiva e impune del país, porque siempre se dijeron cosas de la Puerta 12 y que el motivo había sido una represión policial. Punto. Corte en el noticiero y a otro tema, tipo crianza de gusanos de seda en la Polinesia.

Fue el único cuerpo no presente en el velatorio colectivo llevado a cabo en la cancha de básquet existente debajo de la tribuna oficial de La Bombonera, con ingreso también por la puerta principal que da a Brandsen. El dolor de los seres queridos siempre es igual en intensidad, propiedad estrictamente privada e intransferible. Por lo tanto, ningún comentario y sensiblerías baratas. Pero el entierro fue impresionante. Salvo el destino final distinto decidido por los familiares, en una época en que la espectacularidad mediática no mediaba como una nueva realidad virtual, la salida en caravana de los 70 féretros a pulso, envueltos mitad por mitad con el pabellón nacional y los colores azul y oro del club, con los pañuelos al aire del gentío tuvo todas las características de las ceremonias rituales más antiguas para despedir a los guerreros caídos en batalla por defender con su vida lo sagrado.

Hubo uno, sin embargo, que no tuvo el final se puede decir lógico de los demás. Fue el féretro de pino barato pagado por la generosidad del Boca Juniors de Armando que contenía los restos de José Omar Espinoza, 19 años, sanjuanino, laburante raso, asalariado o jornalero sin oficio definido, que vivía en un hotelucho pensión cuya dirección nadie se tomó el trabajo de especificar y cuyo cuerpo nadie todavía había reclamado ni reclamaría. Uno más de la gran oleada migratoria interior que tuvo lugar por los ‘50, a consecuencia de las bonanzas del primer peronismo, y que fue cariñosamente bautizada como la de los Cabecitas Negras, todo un símbolo existencial, sociológico, cultural y antropológico de una Argentina siempre dispar y controversial. El primer destino, a la espera de una natural aunque tardía aparición de un familiar aunque sea lejano o por lo menos un amigo, fue el depósito de cadáveres de la Chacarita. Pero entraron a pasar los días y el entretejido social se puede tomar tiempos que la naturaleza no se toma. El asunto empezó a echar olor. Y no precisamente del más agradable. Por tardíos complejos de culpa, conciencia profesional, sensibilidad social o lo que sea, la Policía Federal se puso en movimiento y telegrafió a su par de la provincia de San Juan todos los datos de filiación disponibles para que se tratara de ubicar a los deudos.

Eran otros tiempos, sin duda. Antes de los tres días vino la respuesta: el tronco familiar había sido ubicado en las afueras de un pueblito cercano a la capital, habitando un rancho, muchos hermanitos en escalera descendente y nada de trabajo, en estado prácticamente de indigencia. Al enterarse de la buena nueva habían rogado que los ayudaran a llevar el cuerpo hasta allí, cosa de sepultarlo como se debe o por lo menos intentarlo. Créase o no, pero la burocracia se movió y casi un mes después, con todos los rigores del frío de julio de 1968, hediendo por cierto, en un vagón de carga de una formación que partió de Retiro, reembalado en una caja con listones clavados, de manera todavía más ordinaria, cosa de disimular algo lo tétrico del contenido, los datos mínimos pintados con gruesas letras negras, una guía/remito pegada en un rincón con el número correspondiente de encomienda, acompañado por cantidad de los bultos más disímiles, allá fue José Omar Espinoza ciertamente en un último viaje literal, no el trillado lugar común de las metáforas tan chirles como socorridas.

Fue imposible encontrar, en diarios nacionales y de su provincia, otra noticia sobre este particular. Se debe dar descontado que a la capital provincial llegó, pero ni una línea si su parentela había podido ir a esperarlo o, dadas las circunstancias, por obvias razones higiénicas, las autoridades respectivas decidieron enterrarlo en la parte correspondiente del cementerio local, junto a otros indigentes y NN. Su pequeño via crucis de pobre y provinciano, en un país todavía pretencioso y engrupido, abulona sin más lo que ya era tan sabido como igualmente negado: no hay mayor soledad que la de los estadios repletos, y cuanto más ululantes, más grande esa soledad del individuo en particular. Como también que no hay nada más parecido y palpable a la muerte que un estadio vacío. Más de tres décadas después, la exhumación de la tragedia bajo la etiqueta neoliberal de Efecto Puerta 12 fue la enésima palada de tierra para tratar de sepultar para siempre lo ocurrido aquella tarde y la persistencia de unos hedores que se niegan a desvanecerse en forma de aire puro.


Villa Gesell, febrero del 2005.